Debajo de la alfombra ya no hay nada – Eu Aid Volunteers

“El municipio se ubica como una de las ciudades más violentas del país hasta la fecha, con una tasa de homicidio de 62 casos por cada 100.000 habitantes, muy superior de la media nacional”

Por Estefanía Alonso

Están robando mucho más.

Desde la segunda vuelta de las elecciones se ha incrementado los reportes, más informales que formales, por incidentes de delincuencia común. Los medios de información y aviso de los vecinos son las páginas de Facebook o los grupos de WhatsApp donde circulan videos muy explícitos sobre sucesos violentos. Incluso la cuenta de Facebook de la unidad forense de un hospital público te puede compartir la fotografía del muerto y hacerla circular por redes como estrategia de identificación del fallecido/a.

A las ocho de la noche el pueblo está desértico y, quizás, ya desde las seis que oscurece, que no se ve la afluencia que solía verse hace apenas unos meses atrás -unos meses atrás antes del cambio de gobierno, de las elecciones-. Incluso hasta extraño es pensar en retrospectiva, las primeras semanas de nuestra llegada en el mes de abril y sentir todo demasiado tranquilo, sin tanta violencia, con una aparente frágil calma – según mi percepción limitada con una dilatación temporal de no más allá de abril 2022; quizás con más margen de tiempo tendría una mirada más amplia, o una comparativa diferente-.

Recuerdo bien una de las primeras conversaciones con dos compañeros quilichagüeños mientras paseábamos en la que ellos me comentaban que por lo menos, prácticamente la mayoría de ellos (un grupo grande de jóvenes activistas y defensores de DDHH en su mayoría), han visto como mataban a alguien enfrente de ellos. Se escucha mucho decir: ‘aquí en Colombia una vida no vale nada’. A veces se oyen disparos en la noche. A veces esos disparos son ciertos, a veces es pura imaginería de nuestras mentes ya sugestionadas ante cualquier estruendo. Muchas veces es solo pólvora, pero es difícil la diferenciación.

Me encuentro en una terraza y escondo el ordenador, detrás del mantel de la mesa, lo apoyo sobre mis piernas para ocultarlo lo máximo posible. Escribo, pero intranquila. Me fijo en las motos, en los conductores… Los carros de vidrios tintados me estremecen. Pasar al lado de policía me inquieta, especialmente si están haciendo redada y cacheadas aleatorias a motoristas de la vía. Esta intranquilidad no es intensa, es sutil, es subyacente. Es una intranquilidad normalizada.

Recuerdo cuando hablábamos de muerte, más bien de asesinatos, disparos y balas. En el trabajo o fuera de él. Mis ojos grandes incrédulos se abrían ante la frialdad con la que se expresaban estos eventos. Ahora ya es diferente, en ciertas ocasiones acabas participando de la comicidad, del gracejo con el que se habla de muerte, no por falta de respeto, sino por exceso de realidad. También eso me ha confrontado y me hace cuestionar cuál es el modo más asertivo de reaccionar ante este modo particular de resiliencia que pasa por esa caricaturización de la violencia, para que sea más llevadera, para que sea menos real. No quiero participar de esa mofa, pero tampoco la quiero boicotear con mi seriedad. Cuando no reaccionas de modo similar, siento que ellos sienten tu desaprobación, incomprensión, o juicio y no soy quién para confrontar el modo de gestionar duelos. Así que a veces opto por observar, hago una mueca similar a una sonrisa y asiento.

Todas las sedes de partidos políticos del pueblo se han convertido en cafeterías, igual todas no, pero me encuentro sentada tomando una aromática en una de ellas. A veces me cuesta encontrar un lugar tranquilo en exteriores donde poder trabajar con el computador, me cuesta tanto que ya no escribo fuera de casa. Y en casa no me inspiro, así que ya no escribo.

Colombia es bella, rica y diversa opacada por su conflictividad. A veces parece que solo la disfrutan los turistas que llegan y la transitan sumergidos en sus burbujas de viajeros vacacionales, que consumen postales, participan de ideas preconcebidas y estereotipos vendidos, exentos de todo el ruido circundante. No los culpo, yo también he sido alguna de ellosen alguna ocasión. Sin embargo, sus gentes son las más alegres que he conocido. La respuesta a tanta dureza es festejos, salsa y mucho sancocho.

Y la verdad, aunque he sentido un pulso por hablar de violencia -imagino que un modo de procesar, de digerir ciertos escenarios- me he sentido mal haciéndolo. No me gustaría replicar discursos simplistas, reduccionistas y sensacionalistas sobre una realidad tan compleja.

Sí, Santander de Quilichao sufre violencia. Sí, el Cauca es una de las regiones con más masacres, persecuciones y asesinatos a líderes sociales según un informe presentado por la Defensoría del pueblo de Colombia2, 299 líderes/as asesinados entre 2016 y 2022 en el departamento según el informe de Indepaz3. Sí. Pero también es mucho más que eso, es mucho más que violencia estratégica de unos pocos hacia unos cuantos, por controlar el territorio, por lucro, por ideología, o por todos ellos juntos.

Colombia, a paso agigantado, se reconstruye. Se reconstruye desde el dolor, la injusticia y las atrocidades, pero se erige imparable en la defensa de su dignidad. La lucha es una constante de sus gentes; las voces se pueden silenciar, pero no su indignación, su esperanza, su reivindicación que se transmite y se manifiesta en toda la vastedad de su cultura. No me dejará de asombrar y aleccionar la fuerza del arte como arma de denuncia, la comunidad como herramienta de supervivencia.

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