El Bajo Calima: una historia de resiliencia
Por Giacomo Perna
Miguel nació en un día de bochorno. Pese a la humedad insostenible, que tornaba el sudor en una miel pegajosa, su madre tiritó durante horas por los sudores helados del parto. Al nacer, la partera le cortó el cordón umbilical de tajo, lo enlazó con la cola del alacrán, el abdomen de la conga y los colmillos de la equis y lo enterró debajo de la casa. «Es una práctica común aquí», explica Miguel, «le dicen la ombligada.» En efecto, se trata de un ritual ancestral del Pacífico colombiano. La ceremonia consiste en enterrar el cordón umbilical en los alrededores del lugar de nacimiento para perpetuar el enlace profundo con la tierra de origen y otorgarle al recién nacido virtudes sobrenaturales. En su caso, Miguel heredó algunas peculiaridades de los animales que yacen junto a su cordón umbilical en las tierras del Bajo Calima. «Mis mordeduras son venenosas como la de la equis», asevera, «pero solo si las doy con rabia.»
La transformación del ecosistema
Como él, muchos de sus paisanos comparten el mismo lazo visceral que los conecta irremediable y eternamente a su tierra. Sin embargo, a los más jóvenes les resulta difícil recordar las formas y los colores, reproducir los sonidos o saborear las sazones de casa. Pues, las imágenes del monte se han ido desdibujando para ser suplantadas por los ásperos fotogramas del hormigón y el ladrillo que retratan la vida urbana. Es más, otros ni llegaron a conocer su tierra. Hoy en día, para algunas comunidades del Bajo Calima, la vida en el monte representa un espejismo que adquiere una forma borrosa y lejana en los cuentos de los ancianos. La mayoría de las comunidades, como la de Miguel, han sido afectadas por el conflicto armado. Llevan años desplazadas.
Es imprescindible tomar en cuenta el efecto del conflicto armado para contar la historia reciente del Bajo Calima. En las últimas décadas, el territorio se ha visto afectado por la presencia de los distintos actores armados que han transformado la zona en un campo de batalla. Las comunidades se han hallado en medio de los enfrentamientos por la única culpa de habitar en un lugar estratégicamente interesante para las distintas facciones involucradas. El hábito del miedo ha arrancado de cuajo las costumbres del trabajo en el monte, y el presagio de la guerra inminente ha azotado con tanta fuerza a la población, que al final no ha tenido otro remedio sino huir.
A otro lugar
Algunas comunidades se han desplazado a otras zonas rurales. Ahí, se han instalado para quedarse. Han trasladado las casas, las costumbres y las tradiciones para otorgarle el sentido de la familiaridad a un entorno nuevo. Se trata de comunidades que pese a las dificultades han sido capaces de reinventarse y profundizar el significado de la resiliencia. Para respaldar sus esfuerzos, Alianza por la Solidaridad – Action Aid, en conjunto con FAO, está actualmente implementando en la zona un proyecto cuyo objetivo es impulsar el cultivo de las hortalizas familiares y construir galpones para la cría de pollos y cerdos. Desde el principio, las comunidades participantes se han revelado altamente receptivas, demostrando su compromiso con el proyecto y su interés en los procesos de reconstrucción social. Inclusive los más jóvenes se han mostrado extremadamente receptivos y atentos a los desafíos presentados por el proyecto. A través de los esfuerzos conjuntos, pronto las comunidades podrán beneficiarse de los medios de sustento necesarios para volver a la normalidad arrasada antaño por la plaga del conflicto armado.
Elegir la ciudad
En cambio, la situación resulta decididamente diferente para aquellas comunidades que, tras el estallido del conflicto, han buscado la suerte en la zona urbana. Es el caso de Miguel, que junto a su mujer y a sus hijas lleva dos años y medio viviendo apiñado en un coliseo deportivo junto a otro centenar de familias. Ahí, los desplazados han podido reacomodar sus vidas adecuándose a los espacios reducidos y al ajetreo constante de la vida urbana.
Para Miguel no se trata de una novedad. Al contrario, es la segunda vez que la comunidad se ve obligada a abandonar sus tierras debido a las amenazas de los actores armados. La primera vez había ocurrido en 2014, cuando las familias tuvieron que refugiarse en la zona urbana durante seis meses. Luego, tras los estragos de la pandemia, volvió la pesadilla.
En 2022, los actores armados aparecieron otra vez. Frente a las amenazas recibidas, en solo dos días la comunidad no tuvo otra opción que partir. Empacaron sus pertenencias, consiguieron una chiva para el transporte, y tras encomendarse a San Cristóbal emprendieron el viaje hacia Buenaventura. Llegaron de noche, sin tener donde quedarse, y tras barajar las opciones se decidieron por el mismo coliseo que los había acogido en 2014. Tras algunos problemas iniciales, la comunidad recibió el visto bueno de la alcaldía para instalarse ahí. Sin embargo, la situación es decididamente precaria: ¿Cómo se puede mantener una comunidad entera, acostumbrada a los amplios espacios del monte, enjaulada dentro de un coliseo, despojados del campo para trabajar, de la leña para cortar y de los animales para criar, comer y cazar?
¿Fin del desplazamiento forzoso?
Aún así, hace poco que la esperanza ha vuelto a asomarse a las ventanas del coliseo. En efecto, parece que, tras más de dos años de éxodo, se está llegando a una solución. En los últimos tiempos, las promesas del retorno se van despojando de oropeles para adquirir las formas fijas de la realidad. A través de los esfuerzos conjuntos de varios entes gubernamentales que trabajan codo a codo con las comunidades involucradas, se están preparando las medidas para el retorno de las familias desplazadas. Si bien el trabajo se encuentra actualmente en el estado de evaluación y diagnóstico, se calcula que para finales de mayo las comunidades afectadas puedan por fin abandonar el coliseo para volver a su hogar. Se trataría de un momento crucial para estas comunidades que, pese a la lejanía, mantienen viva la importancia de la tradición y sienten el profundo arraigo a la tierra que los vio nacer. «Dios mediante», concluye Miguel, sonriendo, «pronto podremos volver a nuestra tierra.» Es el mismo auspicio que desde hace dos años y medio mantiene viva la esperanza del resto de la comunidad.
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