La paradoja del agua 

Por Giacomo Perna

 

A menudo, cambiar de realidad comporta cambiar los adjetivos que la describen. Apenas se percibe el cambio, una combinación de estímulos arremete los sentidos, despertando las sensaciones familiares que se barajan con la impredecibilidad de los nuevos comienzos.  

Hay muchas cosas que me impactaron al llegar a Buenaventura: la humedad que alfombra la piel cómo una manta pegajosa; el olor del salitre que se combina con las ventosidades de los vehículos; las sazones de las negras capaces de engreír cualquier paladar; el bochorno despiadado que no se vence ni con la llegada de la noche; y la vegetación que brota de las aceras, las veredas y de los rincones más impensables de la ciudad.  

En las primeras semanas, el sinfín de novedades se encarga de embestir los sentidos, magnificando el día a día con las inspiraciones de la curiosidad. Sin embargo, se trata de un proceso pasajero. Es inevitable: tras un tiempo, la mente revela su natural propensión a la adaptación y la novedad le cede el paso a la costumbre, restándole magia a las peculiaridades locales.   

Sin embargo, hay cosas que desbaratan los procesos de la costumbre. Se trata de situaciones, dinámicas, cosas o inclusive sabores y olores, que pese a la irremediable familiaridad con la que se imponen, continúan a marcar con fuego su presencia.  

En mi caso, acá en Buenaventura, lo que me sigue sorprendiendo es el agua.  

Mejor dicho: la escasez de agua.  

El agua en Buenaventura 

Buenaventura padece una fuerte escasez de agua.  

Puesto que existen muchos rincones del mundo que, ya sea por impedimentos geográficos o por la negligencia del ser humano, padecen la misma situación, en Buenaventura el tema desemboca en un sinsentido absurdo.  

Primero, porque los alrededores de la ciudad abundan de ríos y cataratas. La zona rural cuenta con innumerables fuentes acuíferas que confluyen en los acueductos de la zona urbana. Sin embargo, mucha del agua que recorre las tuberías se desperdicia por falta de mantenimiento, extraviándose en los recodos pantanosos del subsuelo.   

Y luego, porque en Buenaventura llueve a cántaros. Los aguaceros apocalípticos, que en un comienzo formaban parte de la burbuja mágica de la sorpresa, y con el tiempo se han vuelto una jaqueca a la hora de tender la ropa o planear una salida, estremecen la ciudad, traduciéndose en inundaciones que paralizan el tráfico en las zonas menos preparadas. No se trata de lluvias esporádicas. Al contrario, llueve casi a diario. Tanto, que algunos afirman risueños que en Buenaventura la temporada de lluvia es todos los días después de las cuatro de la tarde.  

Según los datos oficiales, el promedio anual de precipitaciones roza los 10804 milímetros. Es una cantidad inmensa.  

Y, sin embargo, la ciudad está sin agua.  

Agua: un derecho básico  

Abrir el grifo es una apuesta constante. Cada día, los hogares dependen de la jurisdicción de las tuberías. En algunas épocas, pueden llegar al extremo de quedar secas durante semanas. Para paliar la escasez, algunos condominios y hoteles más céntricos recurrieron a enormes tanques y filtros para asegurar el suministro diario de agua potable. Sin embargo, en los barrios marginales, que constituyen buena parte del panorama urbano, a menudo la población no cuenta con las herramientas adecuadas para prepararse a semejante escasez. Por esto, tiene que conformarse con un servicio intermitente que no responde a un horario establecido.    

Se trata de una paradoja increíble: la ciudad constantemente empapada por la lluvia no cuenta con agua.  

La situación adquiere tonalidades aún más controversiales si se considera que en Buenaventura se encuentra el puerto marítimo más grande de Colombia. Este sí, abastecido constantemente por un servicio de agua que muy poco tiene que ver con la triste realidad del resto de la ciudad.  

Políticas públicas para la ciudadanía  

Pero, si el agua llega sin problemas al puerto, ¿por qué no hay agua en el resto de la ciudad?         

Pues, se trata del resultado de dos décadas de decisiones políticas y económicas discutibles, corrupción, despilfarro de recursos, falta de mantenimiento y expansión descontrolada de la zona urbana debido a los fenómenos de violencia que han causado el desplazamiento de muchas comunidades rurales. El conjunto de estos factores se ha tornado una pesadilla para la sociedad. Actualmente, la red hídrica no puede cubrir las necesidades de todas las viviendas. Lo mismo pasa con la red de alcantarillado y los servicios básicos de saneamiento.  

Es más, esta situación contribuye a ensanchar la exasperación y la angustia de un pueblo indudablemente resiliente, pero enyugado por el escarmiento tautológico de la violencia y la pobreza sobrecogedora. Considerando los factores desencadenantes, resulta difícil sorprenderse de las protestas que a menudo se traducen en trancas que obstruyen las vías de acceso a la ciudad, organizadas por ciudadanos que reclaman sus derechos a la vida – y el agua forma parte de ella – y al bienestar.  

Viniendo de un continente que da por sentadas muchas cosas – el agua que brota del grifo, por ejemplo – es difícil aceptar que las mismas pueden volverse espejismos en otros lados. Sin embargo, es parte del proceso de adaptación. Toca aceptar los hechos y equiparse para enfrentarse los desafíos, aprendiendo a aceptar realidades incómodas que, pese a nuestro oficio de cooperantes acá, no tenemos el poder de cambiar, al menos por el momento.  

En mi caso específico, toca llenar un balde de agua, por si mañana no hay.   

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